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lunes, 5 de julio de 2010

Un día triste en mi vida: cuando a mi padre no se lo llevó la benemérita



Eran otros tiempos. Te dejaban entrar a los toros a cualquier edad, y ahí estaba yo, como en una masacre de Tarantino, pero en plan hiperreal, medio mareado ante la profusión de sangre que salía a chorros de la boca del animalito, cuando allá por el cuarto toro un amigo de mi padre (no recuerdo si el Galopo, el Tripas o el Lengua gorda) le arrebató a mi padre el hueso de jamón que sostenía entre los brazos cual bebé y lo arrojó al ruedo.

Bien es verdad que en mi casa éramos muy amantes del jamón, pero en plan abstracto, porque del jamón sólo conocíamos la existencia del hueso. Pero no lo amábamos tanto como para tirarnos a la plaza tras él. No obstante, como mi padre es así, lo que es a mí no me extrañó nada cuando lo vi saltar tras el hueso entre maldiciones y aspavientos.

Total, que mi padre, o bien en un inusitado arrebato de valor, o más probable, porque iba chuzao perdido, como siempre, se lanzó al ruedo trás del hueso. Me ilusioné momentáneamente pensando que lo mismo lo pillaba el morlaco, pero por desgracia al morlaco ya se lo habían cargado y lo arrastraban las mulas. No obstante, contemplé con renovadas esperanzas que se iba a por él la benemérita. Y estaba yo en plena euforia, pensando que le darían una buena paliza en el cuartelillo y luego lo encarcelarían durante qué sé yo, dos días, o con suerte dos semanas, o incluso puede que dos años, o qué digo dos años, no, mejor, ¡veinte años! y daba yo palmadas, viéndonos libres de él por este inesperado golpe de fortuna, que me venían ya a la cabeza imágenes de feliz convivencia familiar; estaba yo en este paroxismo de alegría, decía, mientras lo arrastraban en volandas entre dos tricornios, que no tocaba el suelo, cuando mi hermana pequeña, ignorante ella, saltó al ruedo de improviso y antes de que pudiera detenerla se abrazó a sus rodillas, llorando desconsolada y rogando que lo soltaran. Es que como era muy pequeña, le conocía poco. Si le pasa hoy, pone ella la denuncia.
Enternecidos ante sus lágrimas, los beneméritos, haciendo gala de escasa profesionalidad, lo liberaron.
Ese fue uno de los momentos más tristes de mi vida.
Esa misma tarde me envió mi madre a buscarlo por los bares, como siempre. Y mientras abría una tras otra las puertas de esas bodegas, me preguntaba: ¿y entonces para qué sirve la policía?
Desde entonces no creo en la justicia humana. Y a la divina le estoy dando tiempo, pero hoy por hoy tengo serias dudas.


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