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sábado, 29 de enero de 2011

RELATO LARGO. Selfe's landing

Me he levantado tarde, como casi siempre, y enredado aún en los entorpecedores letargos del postsueño he salido de casa con una camiseta sin planchar, los pantalones medio sucios , y la primera chupa que he pillado, prenda que, dado mi estado de somnolencia, casaba malamente en forma y color con el resto de mi atuendo. Si a esto añadís que no me he peinado ni secado el pelo después de ducharme (porque, eso sí, ya pueden ser las diez de la mañana que yo salgo siempre aseadito), que con toda probabilidad algún resto de dentífrico orlaba aún las comisuras de mis viriles labios, y que portaba unas ojeras ennegrecidas y vistosas como las de un mapache, podréis haceros una idea aproximada de mi aspecto previo al accidente. El caso es que he corrido hacia el metro, he tropezado con el bordillo que rodeaba un arbol, en sombrío y leve vaticinio de lo que estaba por venir, he esquivado a los distribuidores de diarios gratuitos y a sus clientes que obstruían el paso, ya en la misma entrada, he descendido el primer tramo de escaleras a toda prisa y, mientras sacaba la cartera para adquirir el necesario metrobús, ya en el último trecho, cuando solo quedaban cuatro escalones para acceder al vestíbulo, en medio de una multitud, he tropezado con el pie bueno, he intentado apoyar el malo (mi esguince aún no está curado), he sentido un dolor atroz, he cogido carrerilla en los dos peldaños subsiguientes y he procedido a estamparme de boca todo lo largo que soy contra el suelo recién encerado. La cartera, y todo su contenido (dinero, carnets, papeles, facturillas, basura) ha llegado hasta los tornos de entrada. El libro de Proust (porque soy torpe, pero no leo neo-best sellers) le ha dado en la pantorrilla a una señora que pasaba (he de decir que ha controlado el pase como si fuera Robinho, no sé si por habilidad futbolística o por lo mullido de su anatomía). Entre los "¡Uyss, por Dios, que golpe!!" del gentío femenino, ya sabéis, esos agudos exabruptos que lanzan nuestras abuelas cuando algo así sucede y que, en este caso, han servido fundamentalmente para que si alguna de las doscientas personas que debían haber en aquel acceso, por algún milagro, no se hubiese dado cuenta de mi percance, pudiese admirarlo a placer, he aterrizado delante de tres guardias jurados que, imagino, no sabían si eso era un hombre en caida o un ataque terrorista. Me ha levantado (literalmente, os lo juro) una fornida vigilante que me doblaba en peso y volumen y que, conteniendo evidentemente las ganas de reirse, me ha preguntado si me encontraba bien. "Este trozo es que es muy traicionero y engaña", ha añadido, señalando un pequeño tapiz de plástico amarillo que hay al final de las escaleras para evitar resbalones, no sé muy bien si como sarcasmo final o por disculpar mi ineptitud y no aumentar aún más mi corrimiento. Fuera de una herida en la rodilla y de las palpitaciones en tobillo y rostro (por el sonrojo), es evidente que mi mayor daño lo tenía en el orgullo, así que he asegurado que estaba vivo (su compañero, el de la guardia, no parecía estar muy seguro de esta aseveración y me palpaba como si quisiese comprobarlo por el mismo), he guardado mis pertrechos, que su otro compañero había recogido amablemente, metiéndolos en los bolsillos de cualquier manera, y aún aturdido por la escena, he intentado zafarme para sacar el puto metrobbus y largarme de allí. Los tres cancerberos uniformados debían estar aburridos porque me han ofrecido sucesivamente, hacerme un parte de lesiones, justificantes para el trabajo, efectuar llamadas al Samur y avisar a la jefa de estación que, sin embargo y a pesar de mis protestas de que me encontraba perfectamente (débiles, claro, por el ridículo), supongo que por el trajín, ha cruzado finalmente el vestíbulo y ha procedido, también ella, a hacerme idénticas proposiciones, a las que nuevamente he tenido que negarme con toda amabilidad que lo azorado de la situación me ha permitido. Finalmente he sacado el billete de los cojones y, con la cabeza tan baja como he sido capaz sin troncharme además alguna vértebra, he cruzado los tornos y me he perdido entre la multitud. No somos nadie.

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