Los judíos han fracasado en su intento de establecerse en Palestina. Estados Unidos acoge a los refugiados de la derrota en un remoto rincón de Alaska, concediéndoles una autonomía provisional. El nuevo mesías, del que esperan que les conduzca de nuevo a la tierra prometida, renuncia a las expectativas puestas sobre él y se da a las drogas duras. Su cadáver aparece en un hotel mugriento; en la mesa hay una partida de ajedrez inacabada.
Así se lo encuentra el detective Landsman, un tipo hecho papilla. Landsman es más feo y más sincero que Phillip Marlowe con una resaca de chinchón dulce. No es capaz de subir un tramo de escalera sin bordear el infarto, y cuando se mira en el espejo su propia imagen le da risa. Para animarse el día, Landsman se permite de vez en cuando el lujo de imaginar su propio suicidio. No espera que nadie acuda a su velatorio. Su mayor alegría es que él ya no estará presente.
Buscando algún motivo para seguir con vida, Landsman decide acabar la partida de ajedrez que hay sobre la mesa del difunto. En la investigación pierde la placa y la pistola, pero nunca la dignidad. Ni siquiera cuando, a falta de otra cosa, decide sacar su carnet del sindicato de la policía yiddish para interrogar a un testigo, que se parte de risa. Habría probado con el carnet del videoclub de la esquina, pero allí le conocen, así que no le admitirían como socio.
Landman no da hostias, las recibe. No es guapo. No es listo. No es duro. Carece de algo que pudiera denominarse atractivo. Pero es terco como una mula. El mesías está muerto, el futuro no existe, y los Estados Unidos han decidido revocar la autonomía de los judíos. Le ofrecen placa y la pistola a cambio de quitarle la dignidad. Acepta el soborno.
Pero en mitad de un tramo de escaleras, tratando ansiosamente de hinchar los pulmones mientras el corazón amenaza con explotarle, Landsman tiene una revelación; la placa es lo que le convierte en policía: el revólver es lo que le permite obtener algo parecido a respeto: pero es la dignidad lo que le convierte en un ser humano.
Pero en mitad de un tramo de escaleras, tratando ansiosamente de hinchar los pulmones mientras el corazón amenaza con explotarle, Landsman tiene una revelación; la placa es lo que le convierte en policía: el revólver es lo que le permite obtener algo parecido a respeto: pero es la dignidad lo que le convierte en un ser humano.
A su lado, Phillip Marlowe es un muñeco, una marioneta, pura pose de amargado, un cínico de manual, un estereotipo. Landsman está vivo.
La novela se lee de un tirón, y no sé qué haces que no te la estás leyendo ya.
A ver si le devuelvo el de las avispas y le robo este, querido amigo
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