Como sospechaba esta mañana, cuando como cada día el sonido infecto del despertador me ha sacado de los brazos de Orfeo, que iba a vivir una experiencia como la que a continuación relato.
Me he levantado, legañoso y aturdido, he elegido más bien al azar la ropa que iba a ponerme y me he dirigido , con la seguridad que dan los actos cotidianamente repetidos (lo cual no ha sido óbice para tropezar con casi todos los muebles de la casa) hacia el baño. He echado una supermeada y he tirado de la cadena (oh!, Inconsciente), he enchufado el aparato calefactor y he comenzado a quitarme las pocas prendas con las que había salido de la cama. He admirado, como siempre, mi estupendo aspecto delante del espejo y me he prometido nuevamente empezar a correr la semana que viene, cortarme el pelo, que ya desafiaba a la gravedad en una cresta de un palmo de altura, ya hacerme un lifting de ojeras. Una vez convenientemente en pelotas me he metido en la ducha, he abierto el grifo y un borborigmo agónico me ha anunciado la escalofriante noticia. No hay agua.
Ante tal desastre he vuelto a salir de la bañera, los pies fríos, la picha hecha un gusanito, el careto igual de abotargado que cuando había entrado y tras unos segundos (bastantes) de justa indignación “mecagoenlaputadeoroshijosdeputamecagoendios” he comenzado a cavilar acerca de las posibilidades que se habrían ante mí. Se me ha ocurrido vestirme directamente y salir así a la calle, pero me ha parecido que, dado el aspecto que presentaba mi faz y mis cabellos, era bastante probable que una furgoneta de los servicios sociales me recogiera e internara, de grado o por la fuerza, en algún centro de acogida para indigentes. Esto antes de llegar al curro, porque una vez allí seguro que mi apariencia hubiera suscitado los más mordaces comentarios por parte de compañeros y clientes. Algo a lo que no estaba dispuesto. He pensado en lavarme con saliva, pero una vez que uno ha tenido un gato y ha observado como se lame en según que partes, he comprendido que ni estaba para dolorosos contorsionismos ni quería conocerme tan profundamente a mi mismo. He mirado en la cisterna, pero claro, el agua que se había llevado llevado mis orines no había sido reemplazada por ningún otro líquido, fuera de las gotas viscosas que quedaban en el fondo del contenedor. Finalmente y desnudo cual ninfa, he ido hasta la cocina, he abierto la nevera y ¡Gracias Dios mío! había una botella de Font Vella llena del precioso líquido que nadie tocaba desde el mes de septiembre .
Una vez armado con la botella he procedido a verter su contenido, que olía ligeramente a morgue, dentro de una cacerola que he metido en el microondas. Mi sentido arácnido, superando la caraja matinal que nublaba mi entendimiento, ha comenzado a zumbar insistentemente hasta que he caído en la cuenta de que el acero y las microondas no se llevan nada bien. A punto de provocar una explosión que hubiera terminado de arreglarme la mañana, he sacado la cacerola del infernal aparato y la he puesto sobre uno de los fuegos de la vitrocerámica. Mientras esperaba a que se calentara aquello me he fumado un cigarrito, viendo las noticias de telecinco tapado a medias con una manta, intentando componer un cuadro sinóptico-mental sobre mis siguientes pasos.
Con la cabeza encima de un cubo he derramado el líquido (difícilmente) sobre mis cabellos, intentando que no se perdiera ni una gota y que el contenido de la cacerola volviera a entrar en el cubo. En una postura que sólo puede calificarse de insólita he procedido a lavarme la cabeza con un poco de champú, mientras el calefactor me abrasaba el culo y el suelo se me clavaba en las rodillas. Invirtiendo el orden de los elementos, me he enjuagado los cabellos con el agua que había caído en el cubo, mientras trataba de que cayera nuevamente en la cacerola, que a su vez resbalaba por el suelo de la bañera como si tuviera vida propia o como si la bañera tuviera la misma inclinación que la Torre de Pisa. He tenido que cepillarme el pelo para igualar un poco las zonas mojadas con los negros y crespos mechones que, soportando tan hábil maniobra, permanecían tozudamente secos.
La ausencia de suavizante en mi pelo ha hecho no poco difícil tal operación. Con el poco líquido que ha vuelto a entrar en el recipiente me he lavado, por este orden, cara, axilas y gónadas, cuidando nuevamente de que todo el producto sobrante volviera a caer dentro del lavabo, cuyo agujero había yo tapado astutamente. Con el producto resultante de este proceso, un agua que no se sabía si era agua o mermelada, he procedido a afeitarme, lavando la cuchilla en algo que, en algunos instantes, adquiría consistencia de sólido. El resultado final de lo que alguna vez había sido agua clara de los montes de Gerona ha sido como para hacerle una foto. Una espuma marrón sembrada de pelos gruesos como vibrisas que, por momentos, parecía latir como dotada de vida.
He retirado el tapón del lavabo y he dejado que la viscosidad fluyera cañería abajo, no sin antes darle las gracias por su inestimable ayuda y, contento y relajado por mi ingenio, me he secado el pelo (el cual tras el cepillado había quedado muy similar al de Pablo Sebastián, aquel pianista del Parada), me he vestido , he cogido mis cosas ye he agarrado el cepillo de dientes para hacer lo que siempre hago justo antes de salir de casa, lavarme los piños. Lamentablemente, se me había olvidado guardar unas gotas del líquido elemento (de las de antes de toda esta sucesión de pasos, porque si me meto en la boca el producto resultante, fijo que me muero) para enjuagarme la boca después del cepillado, así que he tenido que improvisar nuevamente. Como no era cuestión de hacer gárgaras con güisqui (aunque sin duda me lo merecía después de tal odisea) he abierto nuevamente el frigorífico, me he amorrado la botella de cocacola y he procedido a limpiar los restos de dentífrico de mis dientes. La cocacola reacciona mal ante el agitamiento, así que finalmente se me ha salido bastante mezcla de pasta de dientes y refresco por la nariz, pero finalmente, en contra del destino y de cualquier esperanza, he conseguido asearme medio decentemente.
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