
Me van a disculpar que por una vez me ponga serio.
Los libros no arden, por sorprendente que parezca. El papel sí; lo que contiene, no. Recordad Farenhait 451. Es imposible destruir una idea. Puedes destruir su soporte, pero eso sólo acrecienta su poder de seducción. Cuando a la idea le quitas la ropa, la idea no desaparece; aparece en lencería.
Por eso los libros no pueden destruirse. Sólo pueden rebatirse. Y por esa misma razón, ningún libro es sagrado. Lo sagrado es aquello que debe aceptarse sin preguntar, lo que nadie debe intentar rebatir. Y lo que no se puede discutir, no es una idea. Es una ideología. Es decir, que en lugar de estar de acuerdo con una cosa y no con otra, tienes que estar de acuerdo con todo lo que te digan. Si aceptas la idea que es, digamos, Jesús, tienes que aceptar también la idelología que es la inquisición, que es la que te dice cómo debes entender a Jesús. Da igual lo que diga Jesús o su libro. Lo único que se acata es lo que ordena su intérprete.
Las ideas son muy incómodas, porque son motores de dudas, y las ideologías son muy cómodas, porque, seamos sinceros, es estupendo que alguien te diga dónde está el bien, dónde está el mal, dónde está la sal, a quién tienes que matar y qué premio te vas a llevar por el asesinato. Con lo que consume el cerebro supone un ahorro de energía considerable. Pero el cerebro tiene una cosa curiosa: es un generador de preguntas. Y tarde o temprano te arremete un fogonazo en el que arde la ideología como el napalm. Y se te quedan en pie con el puño en alto las ideas desnudas; y según lo que hayas hecho, lo mismo te parten como un rayo.
Es decir, a lo que hay que pegarle fuego es precisamente a lo que se considera sagrado. Si eso realmente contiene ideas, no hay miedo, van a emerger de entre las cenizas con más fuerza. A Shalman Rusdie intentaron pegarle fuego, pero su idea sigue ahí. Lo de "si algún chalado hace lo mismo que nosotros os matamos" clama al cielo. A todos los cielos.