Bien repartidos hay premios para todos, pero a la mayoría no nos llegan. Normalmente están más amañados que esos perifollos que se concedía a sí misma la leche Pascual, que veías el dibujo en el tetabreak y decías, ¡La leche! ¡Les ha tocao una nave espacial! ¡esto es físicamente imposible labrarlo en metal! ¡viene de otra galaxia!
Supongo que en algún momento de la prehistoria se planteaba el asunto como, vamos a dar un premio a una virtud genérica, y votemos quién es merecedor de él. Ahora parece que viniera a ser, vamos a dar un premio a una persona concreta, pongamos, Gadafi, y a ver qué nos inventamos para que pueda merecerlo. De ahí que las deliberaciones sean arduas, y a menudo infructuosas.
Supongo que esa es la razón por la que los premios se concentran tanto. Julia Roberts recibe una llamada cada diez minutos, como nosotros, pero en vez de ofrecerle los servicios de jazztel, le ofrecen premios. El boñigón de plata a la sonrisa más tonta, el truño de bronce a la protestante con más glamour, y así aletatoriamente. Que debe de tener la mansión con más chismes raros que un todo a cien.
Total, que al final los mortales no vemos un premio en la puta vida y hay cuatro que no recuerdan ni haberlos recibido. Bien es verdad que en algunos círculos mercantiles lo de que nos jubilen a los 67 llega a considerarse como una especie de premio, pero eso es porque en algunos círculos mercantiles consideran que ataviarse con una chaquetilla roja para hacer estampas al amanecer sobre un caballo y azuzar una jauría contra un indefenso zorro es trabajar. Y espérate que en vez de zorros no cacen pensionistas, que en el campo no hay cámaras.
Por cierto, no tengo ni idea de qué premio es el que ilustra este comentario. Puede que sea el premio al mejor lameculos del mes, con lo que tampoco me va a tocar a mí. Lo cual es, a todas luces, otra injusticia clamorosa que avala mi teoría.
A mi me tocó la bolita de papel de plata al más gracioso del comedor de mi colegio, hace ya bastantes años.
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